Marta Pérez (Inst. Cervantes, Brasil)
El prólogo debe sus inicios a un origen clásico, desde la antigua Grecia, este se vio fortalecido gracias al crecimiento y a su posterior difusión por el Imperio Romano, emisor de las literaturas del continente europeo. En la Península Ibérica, el escritor español Miguel de Cervantes se deparará con este género literario, en su momento más álgido, y se adherirá a él. La importancia del prólogo, durante el Siglo de Oro, llega hasta tal punto que se podría afirmar que alcanza esa independencia artística con relación a la propia obra. Como asegura Álvarez Ramos (2007), “el prólogo huye de la teorización y se apoya en la intertextualidad y en las referencias constantes a otros autores o a otras obras literarias del propio autor, junto con lo anecdótico y lo subjetivo”.
Por lo tanto, se debe entender que el prólogo se erige como un recurso que, dado su rotundo éxito, alcanza el estatus pleno de género literario, sobre todo, en base a las características formales y semánticas que presenta. Esta independencia o su marcada permeabilidad se destacaron con respecto a la obra en la que aparecía inserto. El cervantista Porqueras Mayo (2003), entonces, lo denominó como un vehículo literario, pero es evidente que paulatinamente fue aumentando la fuerza autónoma que han ido adquiriendo estos paratextos hasta la actualidad.
La primera novela cervantina publicada, La Galatea (1585), se asienta en las bases de la línea pastoril imperante en ese momento en España y se sumaba así a la estela de la Diana de Jorge de Montemayor (1560), a la segunda parte de la Diana de Alonso Pérez (1574) o a la Diana enamorada de Gil Polo (1564), entre muchas otras. Porqueras Mayo aseguraba que, en concreto, fueron los prólogos de un anónimo Lazarillo de Tormes (1554) y de la Diana enamorada de Gil Polo los que fundamentarían el modelo formal inicial seguido por Cervantes en su primer prólogo.
Casi con toda probabilidad, el escritor alcalaíno habría leído gran parte de los prólogos de la época, no obstante, la crítica cervantina asegura que serían dos los prólogos que habrían determinado sus composiciones posteriores; por una parte, el tono misceláneo de la Silva de varia lección (1540) de Pero Mejía y, por otro, el de la esencia pastoril de la Diana enamorada de Gil Polo. Todo apunta que los rasgos que más llamaron su atención fueron la brevedad de ambos y que estuviesen justificados. En relación al contenido, el escritor español parece que encontró en el prólogo de Pero Mejía los elementos que le aportarían mayor libertad de ideas.
De este modo, en su primera novela Cervantes iniciaba el prólogo de la siguiente manera: “Curiosos lectores” para así, años más tarde, escribir en la introducción al primer Quijote (1605): “Desocupado lector”; pasando entonces al segundo Quijote (1615), donde titula su paratexto: “Prólogo al lector”, caracterizando aquí el inicio con una dicotomía: “lector ilustre o quier plebeyo”, para finalizar en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) con un: “Lector amantísimo”.
El contrapunto de esta comunicación está rubricado de la mano del caracterizado aquí como artista aprendiz, denominación que condensa esa imagen de aprendizaje y formación constante del ya fallecido escritor brasileño Autran Dourado, lector confeso y amante de la obra cervantina. El análisis de esta comunicación girará en torno a cuatro de sus prólogos, y a la motivación y justificación de prologar sus obras: Solidão solitude (1972), Uma poética de romance (1973), Novelas de aprendizado (1980) y O meu mestre imaginário (1982); con las que Dourado habría pretendido reverenciar la técnica experimental iniciada por el maestro español.
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